La mayoría de las personas mayores han observado a un niño jugando alegremente y por un momento desearon volver a ser como él. Se lo ve tranquilo y contento. No tiene nada de qué preocuparse. Los niños se ríen con facilidad, disfrutan de lo que hacen y se entusiasman con cosas muy sencillas. Por lo general, sus preocupaciones son de poca monta y muy temporales y muy pocas veces duran más de unos minutos, o a lo máximo una hora. Probablemente pasen mucho más tiempo que ustedes disfrutando contentos y metidos en lo que están haciendo.
¿Por qué a los niños se los ve mucho más tranquilos? Es evidente que tienen mucho menos trabajo, pero en realidad esa no es la causa raíz. Lo que les da mucha más paz interior no es tanto la ausencia de trabajo como la casi completa ausencia de aprensión por el futuro. Cuanto más pequeños son los niños, menos propensión tienen a preocuparse por el futuro. Cuando crecen, enfrentan más problemas y presiones. En poco tiempo ya se preocupan por su boletín de calificaciones, después empiezan a mirarse al espejo y preguntarse si serán feos cuando crezcan. Al acercarse a la edad adulta, se acumulan las preocupaciones sobre el futuro, y en algunos casos empiezan a opacar el entusiasmo por las cosas sencillas de la vida. Antes de darse cuenta ya se convirtieron en personas mayores con plenas responsabilidades, muchas aprensiones y preocupaciones. Lamentablemente, el miedo y la preocupación por el futuro se convierten en parte de la vida adulta a diferentes niveles, pues depende de la medida en que la persona sea propensa a preocuparse. Algunos tienen más responsabilidades y por tanto, más de qué preocuparse. Otros se preocupan más porque es su personalidad. Otros temen y se preocupan por experiencias negativas que han tenido. El caso es que todo el mundo se preocupa de vez en cuando. Todos tienen que lidiar periódicamente con temores y aprensiones, ya sea en torno a su trabajo, sus hijos, su salud o su empleo. Está claro que no puedes volverte niño hasta tal punto que te desentiendas de todas tus obligaciones y de tu trabajo y pasar todo el día en juegos de simulación o imitación, pero sí que puedes aprender del ejemplo de los niños de vivir más el momento y disfrutar de las cosas sencillas de la vida. A continuación enumero algunos ejemplos de alegrías sencillas que suelen pasar inadvertidas:
Respira hondo. Otra vez. Por unos momentos piensa en algo bonito. Olvídate de tus problemas. Olvídate del día. Aprecia las cosas buenas de la vida. ¿Verdad que te sientes mejor? Si aún no te sientes más a gusto, te sentirás así cuando seas más como un niño y te habitúes a disfrutar de los placeres sencillos de la vida. Disfrute la vida de principio a fin, no en ratos breves e intensos. Pasa tiempo riendo con los demás y amándolos, no dándoles órdenes, resolviendo problemas ni compitiendo con ellos. Ama, viva y disfruta de algo cada día. ¡Todos los días! © TFI. Usado con permiso.
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A.A. A principios de los años 80 yo era una niña flaquita de ocho años que sufría de asma. Vivía con mi familia en la India. Una antigua amiga de mis padres nos vino a visitar y me dijo sonriente que me había cuidado cuando yo era una bebita. En aquel momento sentí que existía un vínculo especial entre las dos. Mientras ella conversaba con mis padres sobre los viejos tiempos, me arrodillé detrás de ella y silenciosamente le hice una trenza en su cabellera color miel. Era la primera vez que intentaba algo semejante, y me salió bastante suelta y asimétrica. Cuando terminé, le pregunté si le gustaba. Ella la palpó y dijo: «¡Está preciosa! Además, con este calor resulta muy cómoda. Gracias por hacérmela». Así, una niña de ocho años que no se sentía capaz de hacer gran cosa adquirió cierta conciencia de su propia valía y se dio cuenta de que ayudar a los demás en pequeños detalles tiene su recompensa. Un par de años después —también en la India— hicimos una excursión a una montaña que tenía mil escalones de piedra. El asma me obligaba a parar a descansar bastante seguido; pero bien valió la pena el esfuerzo. Cuando llegamos a la cima, exploramos un fascinante museo que había sido en otro tiempo un magnífico palacio. Al pasar por las habitaciones lujosamente amobladas y muy bien conservadas, y por los jardines cuidados con espléndida exquisitez, entendimos el entorno en que había vivido la antigua realeza india. Al día siguiente, nuestra profesora nos pidió que hiciéramos una redacción sobre la excursión. Yo me propuse documentar todos los pormenores de lo que habíamos visto el día anterior: la subida por la escalinata; los monos con que nos topamos en el camino y la forma en que tomaban maní de nuestras manos y se lo comían; la enorme estatua de un temible guerrero a la entrada del palacio, y cada detalle del palacio mismo. Quedé muy complacida con mi redacción, y mi profesora también, aunque me explicó dulcemente que por lo general no conviene empezar cada oración con la palabra entonces. Me recomendó otras opciones que me parecieron interesantes. Esas críticas constructivas eran conceptos nuevos para mí, pero el estímulo y la ayuda que recibí ese día me llevaron a seguir una carrera muy gratificante como escritora y correctora. Así que, independientemente de que seas padre, madre, docente, puericultor o un simple observador, nunca subestimes la influencia que puedes tener en los niños que forman parte de tu mundo. A veces lo único que se necesita es una sonrisa de aprobación o unas palabras de aliento para transformar una vidita. Y el amor que des te vendrá de vuelta. Muchos no comprenden que el mundo del mañana depende de las personas mayores de hoy, de lo que decidan conceder o denegar a la siguiente generación. - David Brandt Berg Gentileza de la revista Conectate. Usado con permiso.
Este relato no verídico se publicó originalmente en un seminario de enseñanza. Explora la influencia positiva de los educadores en el futuro de sus alumnos. También puede aplicarse a padres y tutores. Había sido un día largo y agotador. No tenía nada de raro para mí, que era el principal profesor de matemáticas en un colegio moderno de secundaria del East End londinense. Por lo general, los alumnos de esos colegios cursaban asignaturas de formación profesional en vez de estudios académicos. Pues bien, aquel día un grupo de estudiantes había sido castigado después de clase. A varios de ellos se les había exigido quedarse cada jueves una hora y media después de que acabaran las clases por la tarde. Aquella semana me tocó estar a cargo de los alumnos castigados. Estaba tan fastidiado como ellos mismos por no poder irme a casa temprano. El profesor tenía que facilitar o proponer actividades para los alumnos castigados, pero como se les exigía estar sentados ante el pupitre, les dejábamos hacer lo que quisieran dentro de lo razonable. En general no teníamos ninguna gana de trabajar más de lo que se exigía. Los profesores más preocupados por aprovechar el tiempo se ocupaban de su correspondencia o hacían otras cosas, pero la mayoría nos poníamos a leer el periódico. A esas alturas del día ya tenía los nervios de punta, así que me contentaba con rellenar un crucigrama o mirar por la ventana. Aquel día en particular contemplaba tranquilamente el atardecer. No obstante, cada quince minutos más o menos me paseaba entre los pupitres para vigilar a los alumnos y asegurarme de que no hicieran travesuras. Entonces me fijé en Pamela Lumley, joven de quince años que tenía el rostro entre las manos y los codos apoyados en un cuaderno abierto. Era de una familia obrera de los callejones de Bermondsey, y yo le enseñaba matemáticas de cuarto. Estaba castigada porque la habían sorprendido fumando en el baño. —¿Ocurre algo, señorita Lumley? —le pregunté sin esperar una respuesta, y deseando no tener que molestarme respondiendo. Me miró con los ojos rojos de haber llorado y la nariz goteando. —Es que no lo entiendo —dijo gimoteando. —¿No entiende qué? —Esto… Señaló con un dedo mugriento su cuaderno sucio y con las esquinas de las hojas dobladas. En las manchadas páginas se distinguían varios números garabateados y en los bordes de las hojas había flores mal dibujadas. Llegué a la conclusión de que entre tanto garabateo imaginativo la joven trataba de resolver un problema de matemáticas. —Son tareas —me dijo mientras se arreglaba sus negros cabellos. Hacía mucho tiempo había dado por imposible a Pamela Lumley. Ya casi ni me fijaba en su trabajo diario, no digamos en sus tareas. Le faltaban pocos meses para terminar los estudios y —supuse con aires de superioridad moral— pasar a vivir de la asistencia social. Las matemáticas —y de hecho ninguna otra asignatura— no eran lo suyo. —Pues siga intentándolo —respondí mirando el reloj. Aún quedaba una hora y diez minutos. De pronto, para sorpresa de los dos, tomé el cuaderno impulsivamente y me dirigí a mi escritorio. Allí eché un vistazo al ilegible revoltijo del atormentado universo matemático de Pamela Lumley. Me detuve en la página cuyos problemas había intentado resolver hacía unos momentos. Las partes donde habían caído sus lágrimas aún estaban húmedas y manchaban las pautas verdes. El lector podría suponer que por mi facilidad de palabra me resultaría fácil explicar lo que sentí en aquellos momentos; pero no puedo expresarlo con palabras. Fue como si la vida misma de Pamela Lumley se hubiera descubierto ante mis ojos. Cada doloroso trazo de su desgastado y mugriento lápiz formaba parte del jeroglífico tapiz de su vida en un tugurio de Bermondsey junto a una infeliz y divorciada madre en tratamiento médico. En aquel entonces me hubiera negado a describir el sentimiento que me embargó como algo sobrenatural, pero ahora estoy convencido de que lo fue. No entendía por qué, pero tenía tantas ganas de llorar que me dolía el corazón. Pamela me miraba con expectación desde su pupitre. —Tengo que retirarme un momento —dije, procurando tragar el nudo que se me había formado en la garganta. Luego, para mi asombro y el de todos los que estaban en el aula, dije: —Señorita Lumley, ¿podría hacerse cargo de la clase? Vuelvo enseguida. Se le iluminó el rostro. —Claro. Me encerré en el baño y lloré como un niño. Escapaba a mi razonamiento, pero en esos instantes me sentí como un tonto y sin embargo feliz. Debieron de pasar unos diez minutos, mientras meditaba tranquilamente tratando de analizar aquella intensa emoción. Mi análisis resultó inútil, hasta que de pronto me vi a mí mismo poco antes de aquella revelación: un hombre altanero, escéptico y sarcástico con el monopolio del conocimiento. Fue desconcertante. Podía fácilmente despreciarme a mí mismo. Llegué a la conclusión de que los demás me detestarían con igual intensidad. Sin embargo, salí del baño resuelto a no olvidar el dolor que sentí aquel momento en el corazón. Sin mirarme al espejo, me lavé la cara y volví al aula. —¿Cómo se comportaron? —pregunté con una leve sonrisa a Lumley. —¡Fueron unos angelitos! —respondió riendo. —Me alegro. A ver, acércate y entremos en materia. Pamela puso cara de preocupación. Parecía que se iba a echar a llorar otra vez. Pero se acercó con paso decidido y le indiqué que se sentara a mi lado. —Disculpe —dijo—, no le servirá de nada volver a explicarlo. No me entra de ninguna manera. —Lo más probable es que la solución sea de lo más simple —dije—. ¿Ves esta flor que has dibujado? ¿Cómo se llama? A Pamela se le iluminó otra vez la cara. —Una campánula. Pero eso no tiene nada que ver con el problema de matemáticas. —Ya lo sé —dije—. Y esta otra es claramente un azafrán. —Sí. —¿Y ésta? —Una dicentra, la favorita de mi madre. Pero… —Me he dado cuenta de que esta otra la has dibujado varias veces; pero luego has escrito encima. —Ah, sí. Esa se llama gisófila o velo de novia; es mi favorita. Pero no me sale bien. Los pétalos tienen una forma muy rara, ¿ve? Asentí con la cabeza. —En realidad me cuesta hacer los pétalos de casi todas. La dicentra es la más fácil, claro. —Yo no sé dibujar —dije mientras abría el cajón de mi escritorio. Hurgué hasta encontrar una plantilla de figuras geométricas—. Pero yo diría que el diseño de esta flor se basa en un trapecio, ¿no? —Ah, es verdad. —Y esta otra es más bien hexagonal, ya que como ve, tiene seis lados. Y yo diría que esta otra es un rombo. —Tiene razón. Es más fácil si se explica así. —Se ve que le gustan las flores. —Sí, pero no tengo ninguna. Mi casa no tiene jardín y es muy oscura. Retrocedí unas cuantas páginas de su cuaderno. —Aquí se ve como si quisieras hacer un dibujo con estas dos flores. —Sí. Mi madre me iba a comprar telas para bordar en mi cumpleaños, pero al final le faltó dinero. No importa. Pero me hubiera gustado bordar un mantel con la gisófila cruzándose con la dicentra para regalárselo en Navidad. —Ya veo. —Igual cuando encuentre trabajo tal vez pueda ahorrar algo. —Muy bien, Srta. Lumley, puede volver a su pupitre —le dije, percatándome de algunas risitas y susurros entre los alumnos castigados. Le di la plantilla. —Quédesela. Espero que le sea útil en sus futuros dibujos. —¡Muchas gracias! —respondió mientras se le iluminaba el rostro. * * * Llegó el final del año escolar para la mayoría. Se palpaba la emoción de las vacaciones. Pero para algunos alumnos aquella emoción se mezclaba con inquietud ante la perspectiva de encontrar un empleo a jornada completa; Pamela se contaba entre ellos. Mientras cerraba mi escritorio el último día de clase, Pamela tocó a la ventana de la puerta del aula vacía. Le indiqué que pasara. —S-solo quería despedirme. Y darle las gracias por todo —dijo mientras le rodaban lágrimas por las mejillas. ¿Por todo? Desde aquel día en que estuvo castigada yo sólo había manifestado un discreto interés en su evidente progreso en dibujos florales, asintiendo meramente con la cabeza al pasar por su pupitre. Con la plantilla a plena vista, ella dejaba el cuaderno abierto para que lo observara detenidamente. Pero aparte de un ocasional saludo con la cabeza o una leve sonrisa, no decíamos nada. —Adiós, Srta. Lumley. Le deseo lo mejor y… suerte con la profesión que elija. —Gracias. Al parecer me han aceptado de cajera. Al menos por ahora. Eso me obligará a ponerme las pilas con las matemáticas. A esas palabras siguieron un incómodo silencio. Miré mi bolso medio abierto y no pude refrenar la decisión que había tomado aquella mañana. Lo abrí, saqué un paquete envuelto con un lazo y se lo di. —Puede abrirlo ahora si quiere —dije entre dientes—. O en casa. La curiosidad de Pamela pudo más que su vacilación, y rasgó la envoltura. Al ver su contenido se quedó de una pieza. —No sé por qué —dije, mientras ella meneaba la cabeza con asombro—. Pero me costó mucho entrar a la mercería y explicar que necesitaba cosas para bordado para una amiga. —Pero no tenía que haberse molestado. —Supongo que no, Srta. Lumley. A decir verdad, lo compré el fin de semana después de aquel día en que la castigaron, pero me faltó el valor para dárselo. Ha estado hasta ahora en ese cajón. Es más, decidí entregárselo hoy si venía por iniciativa propia a despedirse. Si no, lo más probable es que se lo hubiera enviado por correo. A Pamela se le comprimió el rostro y se puso a llorar. Tardó un buen rato en poder decir palabra. —Muchas gracias. Lo guardaré como un tesoro toda la vida. * * * Al año siguiente, a raíz de una afección derivada de la acumulación de líquido alrededor del corazón, el médico me recomendó irme de Londres. Acepté el puesto de subdirector en un colegio de las afueras de Aberdeen (Escocia). Allí continué enseñando hasta retirarme con sesenta y dos años. No está nada mal, pensé, teniendo en cuenta los funestos pronósticos médicos. Sea como sea, ocurrió una extraña coincidencia el mismo día en que culminé mi trayectoria en la administración educativa. Asistí a una pequeña reunión en mi honor, donde brindaron a mi despedida en un bar cercano. Me embarga una inmensa alegría al afirmar que en aquel encuentro percibí el cálido aprecio de mis colegas y de varios alumnos que ya habían terminado sus estudios y a los que había enseñado en la última década. Me conmovieron tanto sus muestras de aprecio que el corazón empezó a dolerme de forma parecida a como me dolió aquel día en la Escuela Secundaria Moderna de Londres. Tuve que retirarme temprano. Una joven colega llamada Edith Standwell se ofreció amablemente a llevarme a mi pequeño apartamento. Al llegar me preguntó si necesitaba ayuda para subir las escaleras. Dudé en aceptarla por un momento, siendo un soltero empedernido toda la vida. Pero no sé por qué cambié de parecer y acepté su ayuda. Para mi sorpresa, en el buzón encontré un paquete, y esperé hasta entrar a mi apartamento para abrirlo. En su interior había un librito de tapa dura y una carta. Un poco preocupada por mi estado de salud, Edith Standwell me instaló cómodamente en el sillón y se ofreció a prepararme un chocolate caliente. Tras aceptar su oferta e indicarle dónde guardaba los ingredientes, abrí la carta. Decía: Estimado profesor: Esta carta tal vez lo sorprenda. Han pasado más de veinte años desde que se fue de Londres y pensé que estaría a punto de jubilarse. A decir verdad, empecé a preguntarme si aún viviría. Disculpe mi franqueza. Así que pasé por el colegio y le pedí su dirección al Sr. Wills, el anciano profesor de geografía, que ahora es el director. En todo caso, quería enviarle un libro recién publicado sobre diseños y bordados florales escrito por esta amiga suya (con la ayuda de mi editor, claro. En cuanto a gramática y ortografía todavía me queda mucho que aprender). ¡Menuda sorpresa para el mundo literario! Pamela Lumley se ha convertido en la autora de un superventas para la editorial W. H. Smiths. Pues así es. Hasta me han pedido una segunda parte, pero creo que ya he dicho bastante. Sea como sea, he añadido una pequeña dedicatoria después del título, porque a fin de cuentas, de no ser por usted este libro no habría visto la luz. Lleno de curiosidad, observé por primera vez el título del libro: El floreado mundo de Pamela Lumley. Pasé las páginas hasta llegar a la dedicatoria. Al leerla, me embargó nuevamente aquella maravillosa sensación, y en el rostro se me esbozó una sonrisa. Dedicado al profesor de matemáticas que vio un mundo florido que se extendía más allá de mis torpes garabatos. Sin sus palabras de aliento, jamás habría sido hecho realidad. Le debo eterna gratitud. Pamela Lumley Story by Jeremy Spencer. © The Family International.
El amor tiene poder creativo. En una familia, el amor obra su magia propiciando actos de generosidad y ayudando a cada miembro a ver a los demás con buenos ojos. Todas las personas anhelan sentirse comprendidas, aceptadas y queridas por lo que son. El hogar es un ámbito que Dios ha creado donde se puede vivir así. Naturalmente, hay cosas que en un hogar obran en contra del amor. Son los enemigos del amor, si se quiere. Por ejemplo, los desacuerdos entre padres e hijos y entre hermanos. Sin embargo, hay lacras más sutiles y, por ende, más peligrosas: el egoísmo, la pereza, la indiferencia, las críticas, los regaños, el desprecio, los pensamientos y comentarios negativos sobre los demás… Y hay otras. Los conflictos suelen iniciarse con incidentes pequeños y aparentemente inocuos: una excusa para no prestar ayuda, una discusión por una tontería, unas palabritas irónicas y denigrantes. Pero si no reconoces que el amor y la unidad de la familia están en juego, esas faltas se van arraigando hasta convertirse en malos hábitos que a la larga perjudican gravemente a todos. No basta con salir del paso enviando a las partes en conflicto cada una a su rincón, o silenciando al irónico, o presionando al haragán para que dé una mano. Eso es atacar los síntomas, no la raíz del problema, que es la falta de amor. Lo único que cura la falta de amor es el amor mismo. Por eso, pide a Dios que lleve más amor a tu hogar. Entonces cultivar ese afecto por medio de pensamientos, palabras y acciones que lo manifiesten. *** Los niños recuerdan con mucha claridad, y los afectan de forma muy directa las actitudes de los padres, la manera en que estos los perciben y lo que piensan de ellos. Por eso, si constantemente se expresa fe con las palabras y se dicen cosas positivas del hijo, tanto ante él como ante los demás, y si se piensan cosas positivas de él, el efecto será bueno y positivo porque le infundirá fe y se ajustará más al concepto que se tiene de él y lo que se espera de él. En cambio, si se piensa o habla mal de él, ya sea de forma directa o indirecta, terminará teniendo un concepto negativo de sí mismo, no podrá ser feliz, se socavará su autoestima, se dificultará su desempeño y afectará la forma en que se vea a sí mismo. La fe engendra fe; las actitudes positivas fomentan más actitudes positivas tanto en uno mismo como en quienes lo rodean. Para que se manifiesten las mejores cualidades de una persona hay que tener fe en ella. © Aurora/La Familia Internacional. Usado con permiso. Era el inicio del año escolar y la Sra. Thompson, una profesora de primaria, se puso de pie ante sus alumnos de quinto grado y dijo una mentira. Como la mayoría de los profesores, miró a sus estudiantes y les dijo que los quería a todos por igual. No obstante, eso era imposible, pues en la primera fila, hundido en su asiento, se encontraba un muchachito llamado Teddy Stoddard. La Sra. Thompson había observado a Teddy el año anterior y se había percatado de que no jugaba bien con los demás niños, se vestía mal y siempre parecía necesitar un baño. Además, Teddy podía ser a veces desagradable. Llegó a tal punto que la Sra. Thompson disfrutaba tachando el trabajo de Teddy con un marcador rojo de punta ancha, y luego poniéndole en la parte de arriba del papel la palabra «suspendido» con grandes letras. En la escuela en la que enseñaba la Sra. Thompson, se le exigía que repasara los registros académicos de cada niño. Ella dejó el de Teddy para el final. No obstante, cuando lo repasó se quedó sorprendida. La maestra de primer grado había escrito: «Teddy es un niño inteligente que se ríe con facilidad. Trabaja ordenadamente y tiene buenos modales. Es un placer estar con él.» La maestra de segundo grado escribió: «Teddy es un excelente estudiante y le cae bien a sus compañeros, pero está preocupado porque su madre tiene una enfermedad terminal. La vida en su hogar debe de ser una lucha.» Su maestra de tercer grado escribió: «La muerte de su madre ha sido un duro golpe para él. Se esfuerza por hacer todo lo que puede, pero su padre no manifiesta mucho interés. La vida en su hogar comenzará a afectarlo pronto si no se toman algunas medidas.» La maestra de cuarto grado de Teddy escribió: «Teddy es retraído y no se interesa mucho por los estudios. No tiene muchos amigos y a veces se duerme en la clase.» A estas alturas, la Sra. Thompson se había dado cuenta del problema y se sentía avergonzada de sí misma. Se sintió aún peor cuando sus alumnos le trajeron regalos de Navidad y todos venían con lazos y estaban envueltos en papel brillante, a excepción del de Teddy. Su regalo estaba envuelto toscamente en una bolsa de papel marrón. La Sra. Thompson se obligó a sí misma a abrirlo en medio de los demás regalos. Algunos de los niños comenzaron a reírse cuando sacó un brazalete de fantasía al que le faltaban algunas piedrecillas y una botella de perfume que solo estaba llena hasta un cuarto. Sin embargo, la Sra. Thompson acalló a los niños exclamando que el brazalete era muy bonito, tras lo cual se lo colocó y se puso un poco de perfume en la muñeca. Ese día al terminar las clases Teddy Stoddard se quedó en la escuela justo el tiempo suficiente para decir: —Sra. Thompson, hoy usted olía igual que mi mamá. Cuando se fueron los niños ella lloró por lo menos una hora. Ese mismo día decidió que dejaría de enseñar lectura, escritura y matemáticas, y que se dedicaría a educar niños. La Sra. Thompson comenzó a prestarle una atención especial a Teddy. Cuando se puso a trabajar con él, su mente pareció cobrar vida. Cuanto más lo alentaba, mejor respondía. Hacia el final del año, Teddy se había convertido en uno de los niños más inteligentes de la clase, y a pesar de la mentira que había dicho de que amaba a todos los niños por igual, Teddy se convirtió en uno de sus niños preferidos. Un año después Teddy le dejó una nota debajo de su puerta en la que le decía que era la mejor maestra que había tenido en su vida. Pasaron otros seis años antes de que recibiera otra nota de Teddy. Esta le llegó cuando terminó la secundaria como el tercer alumno más destacado de su clase. En su nota le dijo que ella seguía siendo la mejor maestra que había tenido. Cuatro años después recibió otra carta de Teddy. En ella le decía que si bien las cosas habían sido difíciles a veces, el había persistido y pronto se graduaría de la universidad con honores. Le aseguró a la Sra. Thompson que ella seguía siendo la mejor profesora que había tenido en toda su vida y la que más le había gustado. Al cabo de otros cuatro años llegó otra carta. En esta ocasión le contó que luego de obtener su licenciatura había decidido proseguir con sus estudios. En su carta le explicaba que ella seguía siendo su profesora favorita y la mejor que había tenido. No obstante, ahora su firma era más larga; decía: Dr. Theodore F. Stoddard. El relato no termina ahí. Verán, la Sra. Thompson recibió otra carta esa primavera. En ella Teddy le decía que había conocido a una chica con la que se iba a casar. Le explicó que su padre había muerto hacía un par de años y le preguntó si accedería a ocupar el lugar que se suele reservar para la madre del novio. Naturalmente, la Sra. Thompson accedió. ¿Y saben qué? Se puso el brazalete de fantasía, aquel al que le faltaban varias piedrecillas. También se aseguró de ponerse el perfume que Teddy recordaba que llevaba puesto su madre durante la última Navidad que pasaron juntos. Se abrazaron y el Dr. Stoddard le susurró al oído: —Gracias, Sra. Thompson, por creer en mí. Gracias por hacerme sentir importante y por hacerme ver que podía influir en el mundo. La Sra. Thompson, con lágrimas en los ojos, respondió: —Teddy, te equivocas. Fuiste tú el que me enseñó que podía influir en el mundo. No sabía enseñar hasta que te conocí. - Autor anónimo Nos encontramos en la atestada sala del tribunal de una ciudad del nordeste de los EE.UU. Un muchacho de unos dieciséis años acusado de robar un automóvil está de pie ante el juez, esperando que este dicte sentencia. En una silla cercana, una madre solloza histérica. Un rato antes, el fiscal declaró que el joven delincuente ha sido una molestia constante para la gente de la localidad. Antes que él, el jefe de policía había dicho que lo habían detenido en numerosas ocasiones por hurtar fruta, romper ventanas y cometer actos de vandalismo.
El juez de mirada severa lo observa fijamente por encima del borde de sus anteojos, y lanza una diatriba contra el joven, recordándole el riguroso castigo a su desordenada conducta. Las palabras salen como trallazos de la boca del magistrado mientras reprocha implacable al acusado su irresponsable comportamiento. Diríase que busca en su vocabulario las palabras más inclementes con que pueda humillar al chico que tiene ante sí. Pero el joven no se acobarda ante tan áspero regaño. Su actitud es de desfachatada provocación. Ni una sola vez baja la vista. Con los labios apretados y echando fuego por los ojos, mira fijamente a su interlocutor. El togado hace una pausa de un momento para dejar que sus palabras surtan efecto. El chico lo mira directamente a los ojos y de entre sus apretados dientes brotan estas palabras: «Usted no me da miedo». El juez se pone rojo de ira, mientras se apoya sobre la mesa y dice con brusquedad: «Por lo visto, el único lenguaje que entiendes es una condena de seis meses en un reformatorio». El chico contesta con un gruñido: -Mándeme al reformatorio. Ya verá lo que me importa. El ambiente se pone tenso en la sala. Los asistentes se miran unos a otros y menean la cabeza. Un ujier exclama: -¡Este chico no tiene remedio! Los improperios lanzados al muchacho no consiguen otra cosa que suscitar en él más resentimiento y odio. La escena recordaba a la del domador que se acerca con un palo puntiagudo a un león enjaulado y cada vez que lanza un golpe para aguijonear a su víctima, esta responde con renovada furia. En ese momento el juez advierte que entre los presentes se encuentra un caballero de un pueblo cercano. Es el director de una granja educativa para jóvenes delincuentes. Le pregunta con tono de resignación y cansancio: -¿Qué opina de este muchacho?, Sr. Weston El aludido caballero se acerca. Tiene un aire de seguridad que al momento impone respeto. Su mirada amable hace pensar que de verdad comprende a los muchachos. -Señor juez -responde tranquilamente-, en el fondo este joven no es tan insensible. Tras esa fachada de fanfarronería se oculta un hondo temor y profundas heridas. Yo diría que lo que pasa es que nunca se le ha dado una oportunidad. La vida lo ha defraudado. No ha conocido el amor de un padre. No ha contado con la mano de un amigo que lo guíe. Me gustaría que se le diera una oportunidad de demostrar lo que vale en realidad. Por un momento se hace el silencio en la sala, para romperse repentinamente al oírse un sollozo. No es la madre la que llora, ¡sino el muchacho! Las palabras amables y comprensivas del Sr. Weston le han llegado al corazón. Se queda de pie, con los hombros caídos y la cabeza gacha, mientras le ruedan lentas unas lágrimas por las mejillas. Unas palabras de comprensión le han llegado al alma, mientras que media hora de acusaciones no lograron otra cosa que aumentar su resentimiento. El juez tose para disimular su vergüenza, y se ajusta nervioso los anteojos. El jefe de policía, que ha testificado contra el muchacho, sale rápidamente de la sala, seguido del fiscal. Tras deliberar por un momento, el magistrado se dirige al Sr. Weston: -Si le parece que puede hacer algo por el chico, suspenderé la sentencia y lo pondré en sus manos. El muchacho queda a cargo del Sr. Weston, y desde ese momento no causó más problemas. El gesto amable de aquel hombre que había salido en su defensa lo motivó a emprender un nuevo rumbo y puso de relieve sus mejores cualidades, cualidades que hasta entonces ni había pensado que tenía. - Clarence Westphall (adaptado) ¡Te impresionaría la capacidad que tienen los niños de sorprenderte positivamente! A veces cuesta entender sus actos: por qué llega uno a pensar que se están portando mal adrede y te contradicen y actúan a contrapelo de lo que esperas de ellos. A veces es poco menos que imposible adivinar lo que les pasa por la cabecita, ya que sus actos contradicen tus instrucciones o lo que según tu percepción se debe hacer. Sin embargo, te darás cuenta de que a pesar de su conducta traviesa, tienen buen corazón, sobre todo cuando les has dado buena formación y les has inculcado el amor al prójimo y enseñado a preocuparse por los demás. Los niños no ven como la gente grande. Conviene tener eso en cuenta cuando tu peque revele su innata cualidad de hacer travesuras. Está explorando los laberintos de la vida. Por eso, lo que para ti puede ser algo que claramente no se debe hacer, quizá para la mente de un niño no sea tan evidente. A lo mejor nadie le ha explicado por qué no debe tocar tal cosa o por qué no deben reaccionar de cierta manera. Para ellos, cada día es un aprendizaje, una escuela en la que los padres, hacen de maestros. Cada día se les entregan las pequeñas lecciones que más adelante contribuirán a afianzar los aspectos más relevantes de su formación. Educar a un niño exige amor, comprensión, fe y paciencia. Es preciso que veas a los chiquillos por el prisma de lo que pueden llegar a ser, tomar nota de las buenas cualidades por muy inclinados que estén a hacer pillerías. Si dedicas tiempo y esfuerzos a tus hijos y les enseñas a discernir el bien del mal, se hará evidente el fruto de lo que sembraste en ellos. Aunque pasen por momentos difíciles, si los amas y los apoyas con constancia, y les impartes constantemente buenos principios que les ayuden a distinguir el bien del mal, tus esfuerzos darán el fruto deseado, por mucho que a veces ello no sea tan obvio. No dejes de guiarlos por el buen camino con amor, y verás que el bien siempre saldrá a relucir, quizás en los momentos más inesperados. Dice la Biblia: «Instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él» (Proverbios 22:6). La instrucción que impartes a tus hijos desde temprana edad da sus frutos a la larga. Esos frutos no solo se harán manifiestos en algún momento futuro de la vida; los verás todos los días si estás alerta. No llegues a conclusiones precipitadas; mira con los ojos de la fe y de lo posible, ¡y tus hijos te asombrarán! © TFI. Usado con permiso. Charles Coonradt y su esposa Carla nos hablan de Shama, una enorme ballena del parque acuático Sea World, en Florida. Pesa más de 8 toneladas y media, y se la enseña a saltar casi siete metros sobre el agua y hacer gracias. ¿Cómo se lo enseñan? Una táctica típica de muchos padres sería colocar una soga de casi siete metros que se extendiera hacia arriba desde la superficie del agua, y animar al cetáceo a saltar sobre ella: «¡Salta!» Tal vez se colocaría arriba un balde con pescado, que sería el premio. ¡Fijar metas! ¡Apuntar alto! Pero cualquiera sabe que la ballena se quedaría donde está. Los Coonradt dicen: «¿Cómo hacen los amaestradores de Sea World? Lo primero es consolidar el comportamiento esperado, en este caso conseguir que la ballena o marsopa salte la cuerda. Se crea el ambiente adecuado para que el cetáceo no falle. Empiezan con la soga debajo de la superficie del agua, en una posición en que la ballena no pueda hacer sino lo que se espera de ella. Cada vez que pasa por encima, se la premia. Le dan pescado, o palmaditas, juegan con ella y, por encima de todo, se le da a entender que se está contento con ella. ¿Y si el animal pasa por debajo de la soga? Nada; no hay choques eléctricos, no hay crítica constructiva, no se le dan consejos ni queda una mancha en su expediente. Se le enseña que si hace otra cosa no se le reconoce. Premiar y elogiar es fundamental, el sencillo principio que da unos resultados tan espectaculares. Conforme la ballena empieza a pasar por encima de la soga con más frecuencia que por abajo, los amaestradores van elevando esta. Hay que hacerlo poco a poco, lo suficiente para que la ballena no pase hambre, ni física ni emocional. «El sencillo principio que se debe aprender de los amaestradores de ballenas es celebrar de más. Dar siempre mucha importancia a cosas sencillas y positivas. En segundo lugar, criticar poco. Cuando uno niño mete la pata se da cuenta. Lo que necesita es ayuda. Si criticamos poco y castigamos y disciplinamos menos de lo esperado, se recordará lo ocurrido y por lo general no se repetirá el error.» Esforcémonos por dificultar el fracaso para que haya menos crítica y más elogio. Otras Formas de Decir «Te Quiero»
Claire Nichols Me costaba mucho disfrutar realmente de mis hijos. Bregaba y bregaba con ello más de lo que estaba dispuesta a admitirlo. No podía negar que muchos incidentes inesperados desembocaban en gratos momentos que luego yo evocaba con cariño. En muchos otros casos, sin embargo, les aguaba la fiesta a los niños antes que la experiencia llegara a dejarles un lindo recuerdo. Hasta que un día eso cambió. Era un lunes por la mañana. Apenas había partido mi esposo a trabajar y me había quedado sola con los dos niños, me puse a contar las horas que faltaban para que volviera a casa. Para entonces prácticamente sería hora de que los niños se acostaran y todo se volvería más fácil con la ayuda de mi marido. La mañana transcurrió despacio. Por fin llegó la tarde. Aspiraba a dedicarle algo de tiempo a mi trabajo mientras los niños dormían la siesta; pero ese hilillo de esperanza se desvaneció. La más pequeña, Ella, se quedó despierta y quería a toda costa que le dedicara atención y jugara con ella. Cuando finalmente cedió al sueño, yo me desplomé en una silla. Pero no habían pasado más de unos minutos cuando mi hijo de dos años y medio se bajó de la cama y se me sentó en la falda. —¡Ya me desperté, mami! — me anunció como si fuera todo un logro. —Ya veo—le dije, esforzándome por conservar el optimismo, aunque por dentro no podía espantar el pensamiento de que la tarde se me había ido y no había logrado hacer nada. Miré el reloj. —Faltan dos horas para que llegue papá —dije en voz alta—. Vamos a tomarnos una colación. Evan se puso de pie sobre una silla de la cocina y se apoyó sobre la encimera mientras me ayudaba a servir un vaso de leche. Yo habría preferido prescindir de su ayuda, pero recordé algo que me había dicho hacía poco mi madre: —A esta edad quiere hacerlo todo solo. —Pero es exasperante para mí —me quejé—. Hasta las cosas más sencillas se vuelven muy complicadas y toman mucho más tiempo. —Es lo mejor— me dijo mamá.— Considera que es parte de su formación. Todas esas tareas que para nosotros son mecánicas —por ejemplo, cepillarse los dientes, lavarse las manos, vestirse, servirse un refrigerio— son totalmente novedosas para los chiquitines. Constituyen algo nuevo que aprender y experimentar. Esas cositas les enseñan independencia y cierta autosuficiencia; forjan su carácter y su estilo. Recuerda que tú eres la maestra, y tus hijos son alumnos ávidos de aprender en la escuela de la vida. Así que dejé que Evan me ayudara a servir la leche. —Ya está— le dije cuando terminamos. —¿Me das un trozo de pan con mermelada, por favor? Él sabía que si me lo pedía con buenos modos y alegría, yo no se lo negaría. Me dirigí a la nevera, pero él llegó primero y comenzó a sacar la mermelada del estante. «¡Ojalá ese frasco no se le caiga de las manos y se le rompa!», pensé, en el preciso instante en que el chico lo dejaba caer. La mermelada no se esparció mucho, pero el vidrio roto fue otra historia. Se desperdigó en mil pedazos por todo el suelo de la cocina. Me tapé la boca con las manos para que encima no se derramaran mi cansancio y exasperación. —Nunca vuelvas a hacer eso— aventuró Evan con tono de arrepentimiento y algo de preocupación. Me obligué a hacer una breve oración. De golpe recordé las palabras de mi mamá: «Algo nuevo que aprender y experimentar». Levanté a Evan para que no se cortara. —Primero, mejor que vayamos a ponerte unos zapatos. Después te voy a enseñar a limpiar un frasco de mermelada roto. Unos momentos después, mientras barría los restos y Evan aguardaba con el recogedor, le expliqué a mi pequeño alumno la dinámica del vidrio: lo fácil que se rompe y la mejor manera de recogerlo cuando eso ocurre. Los consejos de mamá fueron muy acertados. Al sacar de ese pequeño infortunio una experiencia didáctica para mi hijo, no perdí los estribos y conservé la calma. En lugar de regañarlo y prometerme a mí misma que nunca volvería a cometer el error de dejarlo sacar algo de la nevera por su cuenta, le enseñé a afrontar positivamente un accidente. Sacamos otro frasco de mermelada del armario y juntos untamos la mantequilla y la mermelada en el pan, preparamos café para mamá y lo servimos todo ordenadamente en la mesa para disfrutarlo juntos. En ese momento me di cuenta de que esta vez sí estaba disfrutando de la ocasión. —¡Eres un cocinero estupendo, Evan! Mamá está orgullosa de ti. Sus ojitos brillaban. —Evan está muy orgulloso de ti— me respondió sin vacilar. Sonreí. La verdad es que yo también estaba orgullosa de mí misma. —Creo que voy a comprar otro frasco de mermelada y lo voy a dejar permanentemente sobre la mesada de la cocina— le dije. —Nunca quiero olvidarme de este momento que estoy disfrutando contigo. Tomado de la revista Conectate. Usado con permiso. Hace poco, Stephen Glenn me contó una anécdota sobre un científico que tiene en su haber muchos avances de gran importancia en el terreno de la medicina. En una ocasión en que lo estaba entrevistando un periodista, este le preguntó a qué atribuía el hecho de tener más inventiva que el ciudadano promedio. ¿Qué lo hacía tan distinto de los demás?
El científico respondió que, a su modo de ver, todo se lo debía a una experiencia que vivió con su madre cuando apenas contaba dos años, y que le dejó una profunda enseñanza. Él había intentado sacar una botella de leche del refrigerador. La botella se le escurrió de las manos y cayó, derramándose todo el contenido en el piso de la cocina, que quedó anegado en leche. Cuando su madre entró a la cocina, en vez de gritarle y soltarle un sermón o castigarlo, le dijo: «¡Qué desorden tan estupendo, es magnífico! No recuerdo haber visto nunca un charco de leche tan grande. Bueno, el daño ya está hecho. ¿Qué te parece si juegas un rato en la leche antes de que limpiemos el piso? Cómo no, el niño aceptó ponerse a jugar. Al cabo de unos minutos, su madre le dijo: «Sabes que cuando ensucias algo te toca a ti limpiarlo y dejarlo todo en orden. ¿Cómo prefieres hacerlo? Puedes hacerlo con una esponja, una toalla o un trapeador.» Escogió la esponja y, con ayuda de la madre, recogieron la leche derramada. Seguidamente, ella le explicó: «Mira, lo que ocurrió aquí es un experimento fallido. Lo que pasa es que intentaste, sin conseguirlo, llevar una botella grande de leche con unas manos muy chiquititas. Vamos al patio de atrás, llenemos la botella de agua y veamos si se te ocurre una manera de llevarla sin derramarla.» El pequeñín aprendió que si la agarraba con firmeza por el cuello con las dos manos, podía llevarla sin que se le cayera. ¡Qué enseñanza tan estupenda! Aquel célebre científico recalcó que en ese momento comprendió que no debía tener miedo de cometer errores. Al contrario, aprendió que las equivocaciones no eran sino oportunidades de aprender algo nuevo, que es al fin y al cabo lo que hace el científico con sus experimentos. Incluso cuando un experimento no sale se aprende algo valioso. ¿No sería extraordinario que todos los padres reaccionaran de la misma manera que la madre de aquel científico? - Jack Canfield |
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